10 de octubre de 2012

Cosas de Los Años Cincuenta, Betty Pink

El día que amaneció naranja Betty tenía hambre de hombre y sed de pasiones. Saltó de la cama de un brinco con su salto de cama y llamó por el teléfono interior a su mayordomo para que cumpliese ipso facto con su último deseo.

En la vida de Betty cada día amanecía de un color diferente, Peterson, su mayordomo, se ocupaba y se preocupaba de que así sucediese. Para ello cada noche pegaba meticulosamente, para evitar burbujas, en el gran ventanal con vistas a la quinta avenida de la habitación de Betty, una fina lámina de color y así conseguía cada mañana el color y el efecto deseado.

Hoy había amanecido naranja, ayer azul intenso, el otro día rojo pasión, mañana violeta…

Peterson sabía exactamente lo que necesitaba cada amanecer Betty, con tan solo mirarla de reojo la noche anterior cuando le servía la cena. Había aprendido a conocerla a base de observarla parapetado en su negro e impoluto atuendo de lacayo, mirando y analizando cada uno de sus gestos sin ser visto. Para Betty él era un criado y desde muy pequeña le habían enseñado que a los criados se les ignora, se les utiliza, se les exige y se les ordena.

Pero hoy Peterson no podía complacerla, no lograba localizar a ese hombre por el que Betty sentía hambre. Llamó al Carlton, pero no estaba, envió un aviso con Frank, el joven ayudante que tenían en casa para los recados a las oficinas del New York Times, de las que era propietario el hombre de los deseos de Betty, pero el chico volvió sin haber conseguido encontrarle.

En los años cincuenta no era fácil localizar a alguien que no quería ser localizado y es que el hombre de los deseos de Betty, no quería ya verla, se había aburrido de sus caprichos constantes y sus ademanes de niña malcriada y había elegido mirar hacia otros lugares.

Peterson estaba nervioso, sabía que la rabia asomaría en cualquier momento en Betty y veía peligrar su puesto de trabajo, ese puesto que tanto le había costado conseguir tras un duro proceso de selección en el que la propia Betty fue rechazando a todos los candidatos al puesto.

En las cocinas repiqueteó el teléfono con un timbrazo histérico, exigente, impertinente y agobiante. Era Betty de nuevo pidiendo su caramelo.

Peterson contestó y Betty le soltó una impertinencia. ¡Ya Peterson!, ya… ¡no quiero esperar más tiempo!, haz lo que tengas que hacer o estarás despedido.

Peterson corrió a su habitación, se quitó el uniforme de mayordomo, engominó su pelo peinándoselo hacia atrás, se puso un pantalón de pinzas negro, una camisa blanca desabrochada a la altura del pecho, encendió un cigarrillo y subió a la habitación de Betty.

Llamó con los nudillos a la puerta y cuando escuchó un adelante, entró, la miró fijamente, lo rodeó con sus brazos, la besó, sin dejar opción a que Betty protestase y empezó a hacerle el amor muy despacio, diciéndole muy bajito al oído, se terminó la niña mimada, voy a hacerte una mujer, porque hoy vas a saber lo que es tener el mismo hombre en tu cama cada día el resto de tu vida, aunque no amanezca naranja…

Blondie

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