María de las Candelas
Candelaria tiene alma de poeta pero no lo sabe nadie. No destaca por sus dotes de oradora ni tan siquiera por su físico porque aunque es hermosa no sabe sacarse partido y pasa desapercibida la pobre.
Candelaria no conoce hombre pero sueña con uno, no sabe muy bien como es pero ansia su llegada, le espera en su interior, le busca por las calles cuando sale a comprar a la plaza mirando a hurtadillas sin ser vista, pero nunca le encuentra.
Y así pasan los días en la vida de Candelaria, amontonadose unos encima de otros, mal vividos e incluso mal digeridos, ya que ella en su interior llora aunque nadie sepa nada.
En ocasiones cuando se desnuda en su cuarto para ponerse el camisón mira su vientre plano reflejado en el espejo y sueña con verlo redondeado, pero todo se queda en eso, en un sueño inalcanzable, en un sueño que jamás se hace realidad.
Su vida transcurre entre misas y quehaceres domésticos, lava, plancha, friega, cocina, hornea pan, zurce y atiende como buena hija y hermana a los hombres de su casa. Suple a la perfección la ausencia de su difunta madre, que Dios la tenga en la gloria, jamás se queja y aunque en su interior tenga alma de poeta ofrece una imagen fría y realista de su persona. Después de todo es como la educaron y lo que esperan de ella y ella así actúa aún a sabiendas que ese interior suyo hierve, quema…
Los hermanos de Candelaria se han ido casando y los domingos y fiestas de guardar vienen a casa con sus mujeres para comer lo que Candelaria cocina para ellos. Y así van pasando los días amontonados unos encima de otros, mal vividos pero muy trabajados.
Nadie piensa en lo que pueda necesitar Candelaria, tan solo comen, beben del vino de la garrafa que rellena ella y duermen en las blancas sábanas de lino que ella plancha entre sudores. Candelaria está ahí siempre y eso es lo que importa, que cumpla su papel, el que le enseñaron.
El cansancio y el trabajo tiñen con ojeras el rostro de Candelaria, sus ropajes ajados y con manchas de lejía ocultan su cuerpo y nadie sabe que bajo esos falandranes se oculta un bello cuerpo que late, que siente, que pide a gritos un hombre que la sacie.
Cuando los hermanos empezaron a tener hijos y ya no iban por la casa y el padre comenzó amores con una viuda todos acordaron que había que hacer algo con Candelaria y no le dieron opción.
Su padre y sus hermanos la acompañaron una mañana al convento y allí la dejaron tras las rejas de clausura, sin pedirle opinión, sin consultarle.
Ahora Candelaria reza en el silencio del convento, hace pastelillos de yemas y pasa días y días entre ayunos y abstinencias. Ya no puede mirar a hurtadillas a los hombres buscando ese hombre que espera y que no sabe muy bien como es, ni siquiera puedes plasmar en un pedazo de papel su fuego interior, ese interior de poeta y reza, porque tiene que rezar, porque es lo que toca hacer, porque le han explicado que ese hombre que esperaba es Dios y que ella es de Dios, que a él le pertenece.
Y así pasa la vida entre rezos, vainicas y pasteles de yema. Ya no sueña con su vientre redondeado, ya no sueña con ser madre, tan solo siente calores y los apaga con los rezos.
Una noche antes de dormirse su cuerpo bullía más de lo normal, una sensación extraña la invadía y sintió temor, cerró los ojos y sus manos se aferraron con fuerza al rosario, comenzó a pensar en Dios, le rezaba, le transmitía sus suplicas entre avemarías y padrenuestros, pasando con fervor las cuentas del rosario que mantenía con firmeza en su mano izquierda mientras su mano derecha se deslizó despacio por su sexo acariciándolo hasta llegar al clímax pensando en Dios, que era el único varón que María de las Candelas había conocido…
Blondie