9 de octubre de 2006

Los Amantes del Guggenheim

Un vigilante nocturno encontró a los amantes durmiendo en un nudo de brazos y cabellos, envueltos en la espuma de un arruinado vestido de novia, en una de las salas del Museo Guggenheim en Bilbao. Eran las cinco de la madrugada, tal como sostuvieron primero el vigilante y luego los policías. El detective Aitor Larramendi agregó en su informe que regadas por todo el edificio había señales inconfundibles de una bacanal. Aunque jamás había asistido a una —hecho que secretamente lamentaba— su experiencia en toda suerte de vicios humanos le permitía detectar las huellas sin asomo de duda. La forma en que la atrevida pareja penetró al museo y permaneció allí, nunca quedó clara; los detenidos aseguraron haber pasado la noche adentro, pero los indignados guardias juran hasta hoy que eso es imposible, ya que ellos rondan sin descanso. Además, explicaron, las cámaras de televisión espían hasta el último pensamiento y las alarmas infrarrojas se disparan a la menor provocación.El museo está provisto de ojos mágicos que al parpadear activan una bullaranga de fin de mundo, alertando a la policía, a los bomberos y al director, hombre de constitución nerviosa, agobiado por el peso de la responsabilidad. Ni una cucaracha pasa desapercibida en el Guggenheim, aseguran los expertos en seguridad, mucho menos un par de locos explosivos como aquella pareja.

—Yo no vi un alma en toda la noche
—dijo la muchacha cuando recuperó el entendimiento en una clínica de rehabilitación, once horas más tarde.

Se la habían llevado los paramédicos en una camilla, cubierta como un cadáver, pero todos pudieron vislumbrar las formas de su cuerpo bajo la sábana. Por el suelo arrastraba la cola del vestido de velos y el cabello oscuro de sirena.Entre tanto dos uniformados condujeron al muchacho, desnudo y esposado, a un carro policial. Los testigos quedaron conmovidos y envidiosos.

—De vigilantes, nada, hombre, Esos tíos estarían jugando cartas o mirando la televisión. Medio mundo estaba anoche frente a la tele, por el escándalo del Papa ¿sabe? Ella y yo anduvimos por todas partes persiguiéndonos como conejos, yo tal como mi madre me echó al mundo y ella siempre con su vestido de novia, porque no pude desabrocharle esos botoncitos de pulga —corroboró más tarde el joven, detenido en el cuartel de policía.

El detective Larramendi recuperó las flores marchitas del ramo nupcial, que se hallaban desparramadas en los diversos pisos. Las rosas, que fueran blancas en su estado virginal, yacían por los suelos de mármol convertidas en amarillentos moluscos, impregnando el aire del Guggenheim con un olor imposible a tumba de cortesana. El vestido con sus doce metros de gasa translúcida, que nuevo debe haber sido una nube prisionera entre las costuras, estaba reducido a una piltrafa mancillada por las huellas inconfundibles del amor. La falda y la enagua de tres vuelos habían servido de almohada y la cola de reina había barrido un sesenta y seis por ciento de los suelos de mármol, como precisó el detective después de concienzudo examen.Larrarnendi, bien apodado «el mastín de Bilbao», es un hombre que inspira respeto con su metro cincuenta y cinco de estatura, su esqueleto de lagartija y su enorme bigote de morsa pegado en la cara como una humorada de peluquero. El mismo funcionario encontró jirones de organza, cabellos ensortijados y restos de fluidos corporales. Con su instinto de sabueso pudo percibir el recuerdo de las caricias, los estremecimientos y los susurros de los sospechosos, que flotaban en el aire detenido del museo desde la entrada hasta la última sala del fondo a la derecha, pero no pudo hallar una sola botella vacía, corcho olvidado, colilla de marihuana o aguja de heroína, a pesar de su legendaria capacidad para descubrir rastros de culpabilidad donde no los hay. Larramendi no logró probar, por lo tanto, que los detenidos hubieran violado el reglamento del museo en ese respecto. La muchacha del vestido de novia debió haberse embriagado antes de penetrar al recinto, dedujo magistralmente el detective. En cuanto al hombre que estaba con ella, al examinarlo sólo encontraron rastros mínimos de marihuana en la orina.Como el reglamento del museo no se refiere específicamente a la fornicación en ninguna de sus variantes, la justicia sólo podía castigar a la pareja por permanecer dentro del edificio después de la hora del cierre, un delito menor, teniendo en cuenta que aparte de ensuciar un poco los pisos, no hicieron daño; al contrario, según testimonio de los empleados, al día siguiente todo resplandecía como bañado de luz solar, aunque afuera seguía lloviendo sin tregua. Había llovido la semana entera.

—Por eso entramos, por la lluvia —dijo la muchacha— A mí la humedad me encrespa mucho el pelo.
—Por qué ibas vestida de novia? —la interrogó Aitor Larramendi.
—Porque no tuve tiempo de cambiarme.
—Dónde se casaron?
—Quiénes?
—Tú y Pedro Berastegui —masculló el policía, haciendo un tremendo esfuerzo por permanecer calmado.
—Y ése ¿quién es?
—Quién va a ser, mujer! Tu marido o tu novio, en fin, el tipo que estaba contigo en el museo.
—Se llama Pedro? Bonito nombre. Es un nombre muy viril... ¿no le parece, inspector?
— Volvamos al principio.¿Dónde y cuándo se conocieron?
—No me acuerdo, Las copas no me sientan bien a la cabeza, me tomo dos y me pongo como boba.
—Eso es evidente. Estabas completamente intoxicada.
—De amor...
—De amor dices, pero no sabes con quién estabas jodiendo en el museo.
—Ni idea.
—Cómo entraron?
—Por la puerta, claro.
—O sea, se introdujeron al establecimiento a la hora en que aún estaba abierto al público.
—No, ya estaba cerrado, me parece...
En su testimonio Pedro Berastegui, el afortunado joven a quien la prensa llamó «el mago del amor>, aseguró también que el museo parecía cerrado, pero ellos no tuvieron problema alguno para entrar, empujaron las puertas y éstas cedieron blandamente. Adentro reinaba una suave penumbra y la calefacción debía estar encendida, porque en ningún momento tuvieron frío, aseguró.
—Es por las obras de arte, debemos mantenerlas a temperatura y humedad constantes —explicó el extenuado director del museo a Larramendi, y agregó que los acusados no podían haber ingresado al edificio como decían, porque a las cinco y cuarto en punto las puertas se trancan a machote con un sistema electrónico.
—Entramos sin problemas —repitió Pedro por centésima vez, fiel a su primera versión.
—¿Y qué pasó entonces? —inquirió Larramendi.
—Pretende que le cuente los detalles, inspector? Amarnos toda la noche, eso es lo que hicimos. —Dónde y cuándo conociste a Elena Etxebarría?
—Con que así se llama! Elena... como Elena de Troya...

Aitor Larramendi concluyó que los transgresores no se conocían antes de cometer el delito y debió admitir, a regañadientes, que no hubo premeditación ni alevosía en sus actos.

Aquel sábado memorable Elena Etxebarría iba a casarse con su novio de toda la vida, un buen hombre que trabajaba en la modesta panadería de su padre y había sido nada menos que arquero del equipo de fútbol del Colegio San Ignacio de Loyola. Sin embargo, según averiguó el inspector al interrogar astutamente al jesuita que iba a desposarlos, así como a varios testigos presénciales, la boda de Elena Etxebarría y el futbolista nunca se llevó a cabo.Le contaron que la novia entró trastabillando a la iglesia, sostenida apenas por el brazo poderoso de su hermano mayor, con una hora de atraso y sollozando como viuda. Su llanto impedía oír con claridad los acordes de la marcha nupcial en el órgano. Otro indicio de que la novia no estaba en sus cabales fue que antes de llegar al altar se quitó los zapatos, lanzándolos lejos de dos patadas, y la evidencia final de su descontento se produjo cuando de súbito dio media vuelta y salió disparada del templo, dejando al futbolista, al oficiante y al resto de la concurrencia en un palmo de narices.No volvieron a saber de ella hasta el día siguiente, cuando apareció su fotografía en El Correo Español bajo el título de «Los Misteriosos Amantes del Guggenheim»,

—Repito: ¿dónde se conocieron? —insistió el detective.
—En la barra del bar de Iñigo y apenas la vi me llamó la atención —dijo Pedro Berastegui en su testimonio.
—Por qué? —preguntó el detective Aitor Larramendi,
—Por qué , qué
—Por qué te llamó la atención, hombre.
—Bueno, no se encuentran a cada rato tías vestidas de novia, llorando y bebiendo como cosacos en un bar.
—Qué hiciste entonces?
—Le hablé.
—Sigue.
—Ella me lanzó una mirada y me enamoró. Así no más fue, se lo juroTenía el maquillaje hecho una porquería, parecía un payaso, pero esos ojos verdes de faraona se me clavaron en el corazón. Se lo digo, inspector, nunca me había pasado algo así. Sentí un corrientazo brutal, como meter el dedo en un enchufe.
--Y ella?
—Ella puso la cabeza en mi pecho y siguió llorando como una cría. No supe qué hacer. Después de un rato me la llevé al baño y le lavé la cara. Le pregunté por qué lloraba tanto y me dijo que su novio era un cretino sin remedio. Entonces le ofrecí casarme con ella allí mismo.
—Estaban ebrios, claro.
—Ella estaba un poquín mareada, pero yo no bebo. Soy abstemio, que le dicen. Me había fumado un pito, pero de alcohol, nada. Al bar fui sólo a cobrarle a Iñigo una apuesta que habíamos hecho por lo del Sumo Pontífice.
—Qué te contestó ella?
—Dijo que bueno, que se casaría conmigo para aprovechar el vestido. Después me besó de lleno en la boca.
—Y tú?
—La besé también ¿no habría hecho usted lo mismo? No podíamos despegarnos, nos besábamos apurados, desesperados. Fue amor a primera vista, como en el cine.

—Entonces?
—Entonces interrumpió el pesado de Iñigo y nos echó a la calle, dijo que nos fuéramos a un motel, que éramos unos desvergonzados. Todo para no pagarme la apuesta.
—Sigue.
—Nos fuimos. Echamos a andar sin rumbo, andábamos buscando una tasca para reponer un poco el cuerpo, nos habría venido bien un bocadillo, pero no encontramos ninguna.Se largó a llover suavecito y no teníamos paraguas; la cubrí con mi chaqueta, pero no había modo de evitar que se le arruinara el vestido. Quise llevarla a mi piso, pero me acordé que mi madre estaría con mis tíos viendo la tele, por el escándalo del Papa ¿sabe?

—Sí, hombre, ya lo sé.
—Entonces el museo se me apareció por delante, como un truco de ilusionismo. Una maravilla!

Y Pedro Berastegui enmudeció, perdido en los recuerdos de su espléndida noche.

—Continúa, carajo! —lo conminó el detective.
—Se me ocurrió que allí podíamos cobijarnos y corrimos por esa larga explanada que hay frente a las puertas del museo, la conoce ¿verdad?
—Nadie los detuvo? ¿Dónde estaban los guardias?
—No había nadie, lo que se dice nadie, inspector.
--Y?-
—Se lo dije, apenas tocamos la puerta se abrió, invitándonos a entrar. Ella me besó de nuevo y me dijo que quería cruzar el umbral en brazos, como una novia de verdad. Traté de levantarla pero me enredé en la cola del vestido y nos caímos, muertos de risa. Quisimos ponernos de pie y resbalamos de nuevo, por último entramos a gatas, besándonos y riéndonos y tocándonos por todas partes. Ahora sé cómo es la locura de amor, inspector. Yo nunca había...
—Vas a decirme que no averiguaste su nombre ni por qué andaba vestida de novia? —lo interrumpió el detective, quien llevaba veintitrés años de aburrido matrimonio y en el fondo no deseaba enterarse de placeres que tal vez nunca podría experimentar.
—No se me ocurrió, es la verdad, inspector. Además yo no soy hombre de muchas palabras, voy directo al grano ¿me entiende?

Larramendi también es de los que prefieren ir directo al grano, pero después, al interrogar a Elena Etxebarría, se propuso utilizar cierta sutileza con el fin de no asustarla.

—Eres puta? —le preguntó.

La chica, sentada muy tiesa en una silla de la clínica de rehabilitación, con su bata de loca y el cabello recogido en una larga cola de caballo, se echó a llorar, humillada. Entre hipos manifestó que se había educado en las monjas, había preservado intacta su virginidad hasta la noche del museo y no pensaba tolerar que un macaco bigotudo y patizambo la insultara de gratis, qué se había imaginado, a ver qué harían sus tres hermanos cuando lo supieran.

—Bueno, niña, cálmate. Es una pregunta de rutina, sin mala intención. Es que me parece un poco raro que Berastegui y tú hicieran lo que hicieron así no más, sin ser presentados, sin saber ni el nombre del otro, nada...
—Fue como si nos conociéramos de siempre, inspector, como si hubiéramos estado juntos en otra vida. ¿Usted cree en la reencarnación?
—No. Soy cristiano.
—Yo también, pero una cosa no quita la otra, si usted lo piensa bien. Al momento de cruzar el umbral del museo fue como si estuviéramos casados ante Dios y el registro civil —dijo Elena y procedió a contarle que con su novio, el de antes, el futbolista, no sentía nada.
—Se imagina, inspector? Así es el destino. Si no salgo escapando de la iglesia y no entro en ese bar, no habría conocido nunca el amor verdadero —agregó.
—Esto no es amor, mujer, es lujuria, es puro delirio etílico. ¿Cómo explicas que ustedes dos pasaran la noche entera dando brincos por el museo y no quedaran grabados en las cámaras de vídeo?
—Tal vez nos volvimos transparentes...
—Mucho cuidado con el sarcasmo!
—No sabe que el Guggenheim está embrujado, inspector?
—Qué brutalidades dices? ¡Es el museo más moderno del mundo! —la interrumpió el detective Aitor Larramendi, aunque sabía muy bien a qué se refería la joven de los ojos verdes.

Los rumores habían circulado apenas comenzó la construcción del edificio: decían que era humanamente imposible hacer algo de tal belleza sin pactar con las fuerzas del Otro Lado.

—Ese edificio está erizado de alarmas. No me explico cómo ninguna funcionó,
—Está seguro de que estábamos en el museo?
—Me estás tomando el pelo? —Se lo pregunto en serio, inspector. Si estaba cerrado, como dice, y si no sonaron las alarmas, tal vez nunca estuvimos allí. La verdad es que donde hicimos el amor no parecía un museo, lo recuerdo como un palacio de cristal, una ciudadela de otro planeta, como las que salen en las películas.
—Cómo así? —preguntó Larramendi también por rutina, porque ya estaba cansado de todo ese asunto.
—Por las ventanas veíamos caer diamantes, había una música de cascada...
—Lluvia, hija, era lluvia.
—Y un olor tenue de ciruelas maduras.
—Serían las rosas de tu ramo.
—No. Eran ciruelas. ¿Ha olido las ciruelas en verano, inspector? Es una fragancia espesa, deja la boca llena de urgencias.
—Está bien, olía a ciruelas.
—Usted dice que nos metimos en el Guggenheim, pero yo le digo que estábamos en un lugar fantástico, no había paredes, sólo vastos espacios de luz.
—Los muros son de cemento, Elena.
—Créame, eran salas imaginarias, palpitantes y mórbidas. No sólo se oía el agua, estoy segura de que algo vibraba en el aire, como un murmullo, como ese río de palabras que se dicen sin pensar cuando uno hace el amor. ¿Sabe a qué me refiero?
-No.
—Lástima, Bueno, entonces empezamos a flotar.
—Cómo es eso de flotar?
—Nunca ha estado enamorado, inspector?
—Aquí las preguntas las hago yo ¿entendido?
—Íbamos flotando, de la mano, llevados por una brisa que inflaba los velos de mi vestido.
—Dentro del edificio no hay brisa. Sería la calefacción.
—Eso mismo, inspector. Pedro, así me dijo que se llama no?, se despojó de los pantalones, la camisa, los calzoncillos y su ropa también flotaba, como globos de cumpleaños.
—Actos indecentes en un lugar público—determinó enfático el inspector.
—No había público. Pedro quiso quitarme el vestido, pero no pudo desabrocharlo. Esos botoncitos son imposibles sabe?
—Vas a decirme que seguían volando como moscas?
—Así mismo. Una vez que recorrimos todas las salas y nos metimos dentro de las pinturas y nos bebimos los colores y jugamos en el laberinto y bailamos con las esculturas, entonces aterrizamos.
—Dónde exactamente? —quiso averiguar Aitor Larramendi.
—Qué sé yo!

El mastín de Bilbao suspiró: la muchacha tenía menos cerebro que un pollo. Volvió al cuartel, donde Pedro Berastegui, todavía esposado, bebía café y comentaba el escándalo del Papa con dos detectives de turno. Larramendi no era partidario de confraternizar con los detenidos, porque se perdía autoridad y se violaba el reglamento. Después de arrebatarle el vaso de cartón de las manos, condujo de un ala al joven rumbo al cuarto verde de los interrogatorios.

—Así es que no le preguntaste el nombre a la chica —lo espetó, retornando sus preguntas donde las había dejado horas antes.
—No hubo tiempo para mucha conversación, estábamos algo ocupados ¿sabe?
—Haciendo el amor como perros —lo interrumpió el inspector.
—Como ángeles, diría yo.
—Como un par de enajenados en pelotas.
—Yo sí, lo admito, pero ella tenía puesto el vestido y estaba cubierta por sus cabellos sueltos. ¿Vio qué lindo pelo tiene? Pura seda, como de muñeca.
—Ahórrate las metáforas, Berastegui. ¿Cómo desconectaste las alarmas y los televisores?
—Yo no toqué ninguna cosa. En ese museo pasan cosas raras. Mi tío, el cojo, hermano de mi madre, tuvo que ir a reparar el ascensor la noche del Viernes Santo y dice que con sus propios ojos vio a una estatua moverse.
—Cuál?
—Una de esas torcidas con intestinos.
—Cómo se llama tu tío?
—No se meta con mi familia, inspector —replicó Pedro Berastegui, terminante.

El muchacho corroboró punto por punto las declaraciones de Elena Etxebarría. A pesar de su astucia legendaria para sorprender a los sospechosos en contradicciones fatales, Aitor Larramendi debió admitir que carecía de pruebas para mandar a ese par a la cárcel por algunos meses, como seguramente merecían. Sin embargo, la derrota no lo puso de mal humor, por el contrario, debió hacer un esfuerzo para dominar la ligereza en los pies y el asomo de sonrisa que pugnaban por delatar su verdadero estado de ánimo. Por primera vez su oxidado corazón de policía se regocijó ante un delito impune. Mal que mal, dedujo, se trataba de un vicio de amor, Muchos sostenían, como el tío cojo de Pedro Berastegui, que por la noche en el museo las estatuas bailaban la conga, las figuras salían de las pinturas a pasear por las salas y el espacio se llenaba de espíritus juguetones. Entre las conjeturas que se hizo el sagaz detective, estaba la posibilidad de que los amantes hubieran ingresado al Guggenheim en el instante preciso en que el edificio entraba en la dimensión de los sueños y así cayeron, sin proponérselo, en el tiempo que no marcan los relojes. Sería difícil explicar esta teoría a sus superiores, concluyó el detective pisando la colilla de su cigarro, pero con un poco de suerte tal vez no habría necesidad de hacerlo. Era época de elecciones, había problemas con los terroristas y huelga del Servicio Nacional de Salud, la situación no daba para perder el tiempo con enamorados mágicos. El Guggenheim no era más que un museo y ¿a quién le importa el arte? Si los chicos hubieran violado la seguridad del Banco de Bilbao, eso ya sería otra cosa.

Pocos días más tarde Aitor Larramendi cerró la carpeta del caso y la colocó al fondo del armario de los asuntos indefinidamente postergados, donde la lenta piedra de moler de la burocracia acabaría por reducirla a polvo. La prensa, ocupada todavía con el escándalo del Vaticano, olvidó pronto a los misteriosos amantes del Guggenheim. El más afectado fue el director del museo, quien no logró quitarse la angustia, a pesar de que reemplazó a los guardias, instaló un nuevo sistema de seguridad y contrató a una célebre psíquica holandesa para desembrujar el museo.

En cuanto a los protagonistas de aquel escándalo de amor, digamos simplemente que cuando Elena Etxebarría recogió el vestido de novia de la tintorería, Pedro Berastegui la esperaba en la esquina con un ramo de rosas frescas en la mano.

Isabel Allende

8 comentarios:

Martxoso dijo...

Uno se cree que es capaz de escribir algo... hasta que llega una historia de estas y le baja la moral a los pies, mientras le eleva y arrastra al mundo de la fantasía, del amor, del sueño... No conocia esta historia, que me ha hecho partirme de risa... y desear escaparme una noche de lluvia a la explanada del Guggenheim. Tal vez...

lahijadelchaman dijo...

A martxoso se le baja la moral al leer esto y compararlo con lo que el escribe( que tonto es) a mi se me baja la moral al leer sus comentarios tan estupendos.
Yo tampoco conocia esta historia, pero me ha encantado, cautivado, ensimismado.
...jo, yo tambien me escaparia una noche de lluvia al museo para vivir una historia de amor......
Me he quedado como plof. A que todos sentimos un monton de envidia ?? que historia mas apasionante.
Un beso a todos.

Alex dijo...

Siento disentir, como de costumbre... pero es que la fobia que le tengo a Isabel Allende desde hace años es demasiado fuerte.
La historia de los amantes tiene su puntito, no lo niego. Pero podría ocurrir en cualquier lugar, sin Etxebarrias, Larramendis o Berastegis...en fin, tópicos como el bar de Iñigo, el colegio de Jesuitas de Bilbao, o el Guggy.
Otro tema manido el de que las figuras de los cuadros bajen a pulular por las salas cuando el museo se cierra... esa mezcla de realismo mágico copiado de García Márquez y que Allende no deja de explotar ,dados los excelentes frutos económicos que le ha reportado dicho plagio...Esa mezcla, digo, con una historia repetitiva, tediosa...en la que sólo se salva la primera oración, que promete muchísimo más de lo que nos da.
Me he quedado a gusto, ¿eh? jajaja. Pues no, aún hay más: sólo me gusta el realismo mágico de Márquez, repito.Y los demás cuentos, me gustan fantásticos, o realistas, o lo que sean....siempre que no sean de la sobrina de Salvador Allende.
He dicho...hoy estoy fino, fino...

Pd: quien quiera leer otro tipo de cuentos, recomiendo alguno:
La continuidad de los parques, de Cortázar (inquietante, fascinante y muy muy breve)
Los pocillos, de benedetti (tb inquietante)
Miss Amnesia, tb de Benedetti
EL eclipse, de Monterroso...para que se nos bajen los humos.
La increible historia de Cándida Eréndida y su abuela desalmada de García Márquez (esto es realismo mágico de verdad)

Quizá debería ponerlos en el blog? No me atrevo pq se notará mucho que los que escribo yo son un asco...
Los pondré en el de Malizia , jejeje
Un beso
Alex

Alex dijo...

Continuidad de los parques





Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.



de "Final de juego", Julio Cortázar 1956. © 1996 Alfaguara

Alex dijo...

Los Pocillos


Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro. "Negro con rojo queda fenomenal", había sido el consejo estético de Enriqueta. Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color.
"El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?", preguntó Mariana. La voz se dirigía al marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José Claudio contestó: "Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo." Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no parecían de ciego.

La mano de José Claudio empezó a moverse, tanteando el sofá. "¿Qué buscás?", preguntó ella. "El encendedor." "A tu derecha." La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese temblor que da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la mano izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición del calor. Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. "¿Por qué no lo tirás?" dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba también las modulaciones de la voz. "No lo tiro porque le tengo cariño. Es un regalo de Mariana."

Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él cumplió 35 años y todavía veía. Habían almorzado en casa de los padres de José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con mejillones, y después se habían ido a caminar por la playa. El le había pasado un brazo por los hombros y ella se había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían regresado al apartamento y él la había besado lentamente, morosamente, como besaba antes. Habían inaugurado el encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias. Ahora el encendedor ya no servía. Ella tenía poca confianza en los conglomerados simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella época?

"Este mes tampoco fuiste al médico", dijo Alberto.

"No."

"¿Querés que te sea sincero?"

"Claro."

"Me parece una idiotez de tu parte."

"¿Y para qué voy a ir? ¿Para oirle decir que tengo una salud de roble, que mi hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido, que mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi notable salud sin ojos."

La época anterior a la ceguera, José Claudio nunca había sido especialista en la exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era ese rostro antes de adquirir esta tensión, este resentimiento. Su matrimonio había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando estalló el infortunio, él se había negado a valorar su amparo, a refugiarse en ella. Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía siendo tal, aún cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado de hablar de sí.

"De todos modos debería ir", apoyó Mariana. "Acordate de lo que siempre te decía Menéndez."

"Cómo no, que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase famosa: La Ciencia No Cree en Milagros.

Yo tampoco creo en milagros." "¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es humano."

"¿De veras?" Habló por el costado del cigarrillo.

Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir, simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había bastante margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese ver; pero esa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que estuviese dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. El menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido -sinceramente, cariñosamente, piadosamente- protegerlo.

Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud. Primero fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el comienzo estuvieron rodeados de un halo constante de cariño, ahora se habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue un temor horrible frente a la posibilidad de una discusión cualquiera. El estaba agresivo, dispuesto siempre a herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era increíble cómo hallaba a menudo, aún en las ocasiones menos propicias, la injuria refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si ésta oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros.

Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal.

"Que otoño desgraciado", dijo, "¿Te fijaste?" La pregunta era para ella.

"No", respondió José Claudio. "Fijate vos por mí."

Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. Al margen de José Claudio, y sin embargo, a propósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda. Siempre que miraba a Alberto se ponía linda. El se lo había dicho por primera vez la noche del 23 de abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho días: una noche en que José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella había llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir, hasta que había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y segura. ¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella estaba con él, o simplemente lo miraba, y sabía de inmediato que él la estaba sacando del apuro. "Gracias", había dicho entonces. Y todavía ahora la palabra llegaba a sus labios directamente desde su corazón, sin razonamientos intermediarios, sin usura. Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos gratitud, pero eso (que ella veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo. Para ella, querer había sido siempre un poco agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en los buenos tiempos, le había agradecido que él, tan brillante, tan lúcido, tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado en lo otro, en eso de provocar la gratitud, y había fallado tan luego en la ocasión más absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla más.

A Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese primer socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser fuerte. Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque Alberto era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del equilibrio, pero también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años, Alberto y ella habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se detenía con espontánea discreción en los umbrales del tuteo y sólo en contadas ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso Alberto envidiara un poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber dado con una mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho que Mariana había obtenido a confesión de que la imperturbable soltería de Alberto se debía a que toda posible candidata era sometida a una imaginaria y desventajosa comparación.

"Y ayer estuvo Trelles", estaba diciendo José Claudio, "a hacerme la clásica visita adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a verme."

"También puede ser que te aprecien", dijo Alberto, "que conserven un buen recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta parte."

"Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo." La sonrisa fue acompañada de un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía.

Cuando Mariana había recurrido a Alberto en busca de protección, de consejo, de cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizás de pudor, había una razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por eso, justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las letras, por simplemente dejar que él la envolviera en su ternura acumulada de tanto tiempo atrás, por sólo permitir que él ajustara a la imprevista realidad aquellas imágenes de ella misma que había hecho transcurrir, sin hacerse ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos insomnios. Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si todo hubiera estado dispuesto para la mutua revelación, como si sólo hubiera faltado que se miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo más importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana sintió de pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era nada más que eso: Alberto y ella.

"Ahora sí podés calentar el café", dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la mesita ratona para encender el mecherito. Por un momento se distrajo contemplando los pocillos. Sólo había traído tres, uno de cada color. Le gustaba verlos así, formando un triángulo.

Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La mano empezó a moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se introdujeron por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en una dolorosa contracción que le había impedido disfrutar de la caricia. Ahora no. Ahora estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una especie de protección divina.

Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud. Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y previsto. Como todas las tardes, la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón. Finalmente se detuvo sobre los labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes, besó silenciosamente aquella palma y cerró por un instante los ojos. Cuando los abrió, el rostro de José Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese momento incluía siempre un poco de temor. Un temor que no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa.

"No lo dejes hervir", dijo José Claudio.

La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró el mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos directamente desde la cafetera.

Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para alcanzárselo a su marido, pero antes de dejarlo en sus manos, se encontró con la extraña, apretada sonrisa. Se encontró además, con unas palabras que sonaban más o menos así: "No, querida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo."


Montevideanos 1959

Mario Benedetti

Alex dijo...

Miss Amnesia
(La muerte y otras sorpresas, 1968)



La muchacha abrió los ojos y se sintió apabullada por su propio desconcierto. No recordaba nada. Ni su nombre, ni su edad, ni sus señas. Vio que su falda era marrón y que la blusa era crema. No tenía car­tera. Su reloj pulsera marcaba las cuatro y cuarto. Sintió que su lengua estaba pastosa y que las sienes le palpitaban. Miró sus manos y vio que las uñas tenían un esmalte transparente. Estaba sentada en el banco de una plaza con arboles, una plaza que en el centro tenía una fuente vieja, con angelitos, y algo así como tres platos paralelos. Le pareció horrible. Desde su banco veía comercios, grandes letre­ros. Pudo leer: Nogaró, Cine Club, Porley Muebles, Marcha, Partido Nacional. Junto a su pie izquierdo vio un trozo de espejo, en forma de triángulo. Lo recogió. Fue consciente do una enfermiza curiosidad cuando se enfrentó a aquel rostro que era el suyo. Fue como si lo viera por primera vez. No le trajo ningún recuerdo. Trató de calcular su edad. Tendré dieciséis o diecisiete años, pensó. Curiosamente, re­cordaba los nombres de las cosas (sabía que esto era un banco, eso una columna, aquello una fuente, aquello otro un letrero), pero no podía situarse a sí misma en un lugar y en un tiempo. Volvió a pensar, esta vez en voz alta: “Sí debo tener dieciséis o diecisiete”, sólo para confirmar que era una frase en español. Se preguntó si además hablaría otro idioma. Nada. No recordaba nada. Sin embargo, experimen­taba una sensación de alivio, de serenidad, casi de inocencia. Estaba asombrada, claro, pero el asombre no le producía desagrado. Tenía la confusa impre­sión de que esto era mejor que cualquier otra cosa, corno si a sus espaldas quedara algo abyecto, algo horrible. Sobre su cabeza el verde de los árboles tenía dos tonos, y el ciclo casi no se veía. Las palo­mas se acercaron a ella, pero en seguida se retiraron, defraudadas. En realidad, no tenía nada para darles. Un mundo de gente pasaba junto al banco, sin pres­tarle atención. Sólo algún muchacho la miraba. Ella estaba dispuesta a dialogar, incluso lo deseaba, pero aquellos volubles con templadores siempre terminaban por vencer su vacilación y seguían su camino. En­tonces alguien se separó de la corriente. Era un hom­bre cincuentón, bien vestido, peinado impecablemen­te, con alfiler de corbata y portafolio negro. Ella intuyó que le iba a hablar. ¿Me habrá reconocido? pensó. Y tuvo miedo de que aquel individuo la in­trodujera nuevamente en su pasado. Se sentía tan feliz en su confortable olvido. Pero el hombre sim­plemente vino y preguntó: “¿Le sucede algo, señorita?” Ella lo contempló largamente. La cara del tipo le ínspiró confianza. En realidad, todo le inspiraba con­fianza. “Hace un rato abrí los ojos en esta plaza y no recuerdo nada, nada de lo de antes.” Tuvo la im­presión de que no eran necesarias más palabras. Se dio cuenta de su propia sonrisa cuando vio que el hombre también sonreía. Él le tendió la mano. Dijo: “Mi nombre es Roldán, Félix Roldán”. “Yo no sé mi nombre”, dijo ella, pero estrechó la mano. “No importa. Usted no puede quedarse aquí. Venga con­migo. ¿Quiere?” Claro que quería. Cuando se incor­poró, miró hacia las palomas que otra vez la rodea­ban, y reflexionó: Qué suerte, soy alta. El hombre llamado Roldán la tomó suavemente del codo, y le propuso un rumbo. “Es cerca”, dijo. ¿Qué sería lo cer­ca? No importaba. La muchacha se sentía como una turista. Nada le era extraño y sin embargo no podía reconocer ningún detalle. Espontáneamente, enlazó su brazo débil con aquel brazo fuerte. El traje era sua­ve, de una tela peinada, seguramente costosa. Miró hacia arriba (el hombre era alto) y le sonrió. Él también sonrió, aunque esta vez separó un poco los labios. La muchacha alcanzó a ver un diente de oro. No preguntó por el nombre de la ciudad. Fue él quien le instruyó: “Montevideo”. La palabra cayó en un hondo vacío. Nada. Absolutamente nada. Ahora iban por una calle angosta, con baldosas levantadas y obras en construcción. Los autobuses pasaban junto al cordón y a veces provocaban salpicaduras de un agua barrosa. Ella pasó la mano por sus piernas para limpiarse unas gotas oscuras. Entonces vio que no tenía medías. Se acordó de la palabra medias. Miró hacia arriba y encontró unos balcones viejos, con ro­pa tendida y un hombre en pijama. Decidió que le gustaba la ciudad.
“Aquí estamos”, dijo el hombre llamado Roldán junto a una puerta de doble hoja. Ella pasó prime­ro. En el ascensor, el hombre marcó el piso quinto. No dijo una palabra, pero la miró con ojos inquietos. Ella retribuyó con una mirada rebosante de confian­za. Cuando él sacó la llave para abrir la puerta del apartamento, la muchacha vio que en la mano de­recha él llevaba una alianza y además otro anillo con una piedra roja. No pudo recordar cómo se llamaban las piedras rojas. En el apartamento no había nadie. Al abrirse la puerta, llegó de adentro una bocanada de olor a encierro, a confinamiento. El hombre llamado Roldán abrió una ventana y la invitó a sentarse en uno de los sillones. Luego trajo copas, hielo, whisky. Ella recordó las palabras hielo y copa. No la palabra whisky. El primer trago de alcohol la bizo toser, pero le cayó bien. La mirada de la mu­chacha recorrió los muebles, las paredes, los cuadros. Decidió que el conjunto no era armónico, pero es­taba en la mejor disposición de ánimo y no se escandalizó. Miró otra vez al hombre y se sintió có­moda, segura. Ojalá nunca recuerde nada hacia atrás, pensó. Entonces el hombre soltó una carcajada que la sobresaltó, “Ahora decime, mosquita muerta. Ahora que estamos solos y tranquilos, eh, vas a decirme quién sos.” Ella volvió a toser y abrió desmesura­damente los ojos. “Ya le dije, no me acuerdo.” Le pareció que el hombre estaba cambiando vertigino­samente, como si cada vez estuviera menos elegante y más ramplón, como si por debajo del alfiler de corbata o del traje de tela peinada, le empezara a brotar una espesa vulgaridad, una inesperada anti­patía. “¿Miss Amnesia? ¿Verdad?” Y eso ¿qué signi­ficaba? Ella no entendía nada, pero sintió que empe­zaba a tener miedo, casi tanto miedo de este absurdo presente como del hermético pasado. “Che, miss Am­nesia”, estalló el hombre en otra risotada, “¿sabes que sos bastante original? Te juro que es la prime­ra vez que me pasa algo así. ¿Sos nueva ola o qué?” La mano del hombre llamado Roldán se aproxi­mó. Era la mano del mismo brazo fuerte que ella había tomado espontáneamente allá en la plaza. Pero en rigor era otra mano. Velluda, ansiosa, casi cua­drada. Inmovilizada por el terror, ella advirtió que no podía hacer nada. La mano llegó al escote y trató de introducirse. Pero había cuatro botones que dificultaban la operación. Entonces la mano tiró hacia abajo y saltaron tres de los botones. Uno de ellos rodó largamente hasta que se estrelló contra el zócalo. Mientras duró el ruidito, ambos quedaron inmóviles. La muchacha aprovechó esa breve espera involun­taria para incorporarse de un salto, con el vaso toda­vía en la mano. El hombre llamado Roldán se le fue encima. Ella sintió que el tipo la empujaba hacia un amplio sofá tapizado de verde. Sólo decía: “Mos­quita muerta, mosquita muerta”. Se dio cuenta de que el horrible aliento del tipo se detenía primero en su pescuezo, luego en su oreja, después en sus labios. Advirtió que aquellas manos poderosas, repugnantes, trataban de aflojarle la ropa. Sintió que se asfixiaba, que ya no daba más. Entonces notó que sus dedos apretaban aún el vaso que había tenido whisky. Hizo otro esfuerzo sobrehumano, se incorpo­ró a medias, y pegó con el vaso, sin soltarlo, en el rostro de Roldán. Éste se fue hacia atrás, se balan­ceó un poco y finalmente resbaló junto al sofá verde. La muchacha asumió íntegramente su pánico. Saltó sobre el cuerpo del hombre, aflojó al fin el vaso (que cayó sobre una alfombrita, sin romperse), co­rrió hacia la puerta, la abrió, salió al pasillo y bajó espantada los cinco pisos. Por la escalera, claro. En la calle pudo acomodarse el escote, gracias al único botón sobreviviente. Empezó a caminar ligero, casi corriendo. Con espanto, con angustia, también con tristeza y siempre pensando: Tengo que olvidarme de esto, tengo que olvidarme de esto. Reconoció la plaza y reconoció el banco en que había estado sentada. Ahora estaba vacío. Así que se sentó. Una de las palomas pareció examinarla, pero ella no estaba en condiciones de hacer ningún gesto. Sólo tenía una idea obsesiva: Tengo que olvidarme, Dios míó haz que me olvide también de esta vergüenza. Echó la cabeza. hacia atrás y tuvo la sensación de que se des­mayaba.
Cuando la muchacha abrió los ojos, se sintió apa­bullada por su desconcierto. No recordaba nada. Ni su nombre, ni su edad, ni sus señas. Vio que su falda era marrón y que su blusa, en cuyo escote faltaban tres botones, era de color crema. No tenía cartera. Su reloj marcaba las siete y veinticinco. Estaba sen­tada en el banco de una plaza con árboles, una plaza que en el centró tenía una fuente vieja, con angelitos y algo así como tres platos paralelos. Le pareció horrible. Desde el banco veía comercios, grandes le­treros. Pudo leer: Nogaró, Cine Club, Porley Muebles, Marcha, Partido Nacional. Nada. No recordaba nada. Sin embargo, experimentaba una sensación de alivio, de serenidad, casi de inocencia. Tenía la confusa impresión de que esto era mejor que cualquier otra cosa, como si a sus espaldas quedara algo abyecto, algo terrible. La gente pasaba junto al banco. Con niños, con portafolios, con paraguas. Entonces alguien se separó de aquel desfile interminable. Era un hom­bre cincuentón, bien vestido, peinado impecablemen­te, con portafolio negro, alfiler de corbata y un par­checito blanco sobre el ojo. ¿Será alguien que me conoce? pensó ella, y tuvo miedo de que aquel indi­viduo la introdujera nuevamente en su pasado. Se sentía tan feliz en su confortable olvido. Pero el hom­bre se acercó y preguntó simplemente: “¿Le sucede algo, señorita?” Ella ló contempló largamente. La cara del tipo le inspiró confianza. En realidad, todo le inspiraba confianza. Vio que el hombre le tendía la manó y oyó que decía: “Mi nombre es Roldán. Félix Roldán”. Después de todo, el nombre era lo de menos. Así que se incorporó y espontáneamente enlazó su brazo débil con aquel brazo fuerte.

MARIO BENEDETTI

Alex dijo...

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
Augusto Monterroso

Alex dijo...

Hala, ya tenéis lectura para unos días...
El de García Márquez es demasiado largo para copiarlo aquí...
Nada más, ya me diréis qué os parecen...
Un beso

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