23 de marzo de 2011

Casandra


En un monte perdido en un país con un nombre parecido a Albania, que no recordamos ahora muy bien como se llamaba, Casandra recogía tulipanes todas las mañanas, con su falda remangada por los laterales para no arrastrarla por la tierra marrón y húmeda y así evitar el mancharla. Los tulipanes eran intensamente amarillos, cuando tenía como una docena más o menos, puede que diez o puede que catorce, volvía a la casa y los colocaba en un búcaro de cristal no sabemos si de bohemia o de roca, solo recordamos que era transparente y que brillaba mucho. Después preparaba un delicioso desayuno con cereales, mermelada que ella misma hacía y pan recién horneado, se sentaba a la mesa de su cocina de frente a la ventana y mirando los hermosos tulipanes desayunaba despacio…

No estamos en el siglo XXI, ni en el XX, no sabemos si en el XIX, por tanto no sabemos muy bien en que siglo estamos, aunque creemos que puede más bien que se tratase del primer tercio del siglo XX, aunque no lo sabemos con seguridad, pero lo que si sabemos es que no había televisión, ni radio, ni Internet, pero si una guitarra que ella tocaba para acompañar esa voz suya que sonaba como los ángeles. Su forma de cantar era especial, rara para los tiempos que corrían, creemos que más tarde a eso se le llamaría rock, aunque no estamos muy seguros de nada, porque le daba un toque personal que es difícil de igualar, es más, no hemos vuelto a escuchar nada semejante en los siguientes siglos, por tanto puede que sea rock con una mezcla personal de ella y sus amarillos tulipanes.

Hemos olvidado comentar que no vivía en Europa, sino en América y que el lugar tampoco se llama Albany, ni Alabama, por tanto seguimos igual de perdidos en cuanto al lugar de referencia donde ella vivió y desayunó parte de su vida, y no tenemos muchas referencias de donde pueden crecer tulipanes tan hermosos en Norteamérica, así que estamos como al principio en cuanto al lugar exacto de su paradero, pero lo que si sabemos con seguridad es que además de cantar como los ángeles era muy hermosa, que su pelo era rubio y fosco, con unas ligeras ondas que caían desordenadas por su espalda y que se recogía para evitar tener calor, que su piel era aterciopelada y sus ojos de un color intenso y hermoso que ahora mismo no recordamos, porque solo nos quedó en la memoria la intensidad de su mirada.

Llegamos a su casa por casualidad en una vieja furgoneta que sonaba a hojalata cuando andaba por los caminos polvorientos y áridos, bajamos y allí estaba ella cortando tulipanes. Cuando se volvió a saludarnos nos mostró unos dientes mágicamente blancos en su mágica sonrisa y nos conquistó al instante.

Los dos nos enamoramos perdidamente de ella, éramos muy amigos pero empezamos a odiarnos porque era más fuerte el amor que sentíamos por ella que nuestra férrea e indestructible amistad y pronto los celos se apoderaron de nosotros. Los dos la queríamos con locura, con pasión ciega, los dos queríamos que fuese nuestra y competíamos constantemente por conseguirlo, pero ella solo parecía estar interesada en recoger tulipanes, en cantar de esa manera tan suya y hornear pan para prepararnos el desayuno, vivia ajena a todo lo que estaba sucediendo a su alrrededor y solo parecía importarle su mundo.

La rivalidad que surgió entre ambos cada vez se hacía más evidente para nosotros, aunque no para ella, que parecía cada vez más ajena a todo eso y simplemente sonreía mágicamente cuando nos miraba. No nos quedó más remedio que aceptar la situación y al fin los tres nos hicimos inseparables, muy buenos amigos, nosotros perdidamente enamorados y ella en su mundo mágico. Aprendimos a vivir con nuestras carencias junto a ella, conformándonos con la evidencia de que jamás sería nuestra, pero la sola idea de largarnos y no volver a verla jamás nos superaba y preferíamos vivir con esa carencia. Después de todo éramos felices, no necesitábamos más, habíamos aprendido que a veces no se puede obtener lo que se ansía y preferíamos eso antes que perderla.

Una mañana de sol, llegó él, montado en un caballo. Llevaba un sombrero de esos de cowboy y aunque nos cueste reconocerlo el tipo era guapo, más guapo que nosotros, tenía algo especial que imantaba. Casandra le regaló la misma sonrisa mágica que no regalara a nosotros en su día, pero el cowboy le correspondió con un gesto huraño frunciendo el entrecejo, después escupió en el suelo como si hubiese mordido el polvo y necesitase deshacerse de él y preguntó si podía pasar allí la noche, a lo que los tres asentimos con la cabeza educadamente.

Cuando nos levantamos a la mañana siguiente nos extrañó no ver a Casandra recogiendo sus tulipanes, el tipo tampoco estaba por ninguna parte ni tampoco su caballo, fuimos a la cocina y no había horneado el pan ni estaban los cereales sobre la mesa, el búcaro estaba vacío, debajo de él había una nota que decía: cuidad de mis tulipanes por favor, yo me marcho…

Blondie

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