18 de octubre de 2008

EL CONFESOR


María todas las tardes pasaba por la iglesia y esperaba paciente la cola para confesar con el Padre Mario.

En realidad no tenía ningún pecado que confesar ya que era bastante beata y casta, no había conocido de hombre alguno y su vida era transparente, lineal y muy eclesiástica, pero con tal de confesar con el Padre Mario se inventaba los pecados.

Al principio le contaba pecadillos de poca monta pero el Padre Mario la despachaba rápido con un padrenuestro y tres avemarías y María salía de la iglesia cabizbaja y abatida.

Después en casa estaba completamente desolada. Necesitaba que sus ratos de confesión fuesen más largos y no sabía ya que inventar para que ese tiempo aumentase.

Como era soltera y entera y no sabía de hombre alguno su imaginación no era demasiado amplia y por mas que trataba de imaginar un pecado mortal, cuando llegaba al confesionario se daba cuenta que eran pecadillos veniales del tres al cuarto.


Necesitaba urgentemente pues ampliar sus conocimientos de la vida, ampliar su vida mundana, pecar un poquito para luego poder confesar, así que una noche ni corta ni perezosa se puso un vestido de su difunta tía Gertrudis, que fue cupletista de un cabaret, la oveja negra de la familia, se cardó el pelo con la aguja de hacer calceta de su también difunta madre, que en paz descanse, se pellizcó con ahínco las mejillas para sacarles algo de color, embadurnó su cara con polvos de arroz, se subió a los tacones que utilizó una vez para la boda de su prima Julieta y se lanzó a la calle en busca de la vorágine de la noche con la esperanza de encontrar aventura.

Como no sabía muy bien de la noche madrileña, por sus escasos conocimientos ya comentados, le pidió al taxista que la dejara en La Gran Vía en la acera de La Telefónica y comenzó a caminar contoneándose lo mejor que podía aunque de vez en cuando se le escapaba un traspié por la falta de costumbre de andar por esas alturas.

Y así entre traspiés y contoneos llegó a Chicote, respiró hondo, atravesó la puerta y se dirigió vacilante a la barra dispuesta a observar.

Como todas las mujeres soltaban grandes risotadas y fumaban, sacó pues ella la boquilla de su tía Gertrudis y encendió un cigarrillo americano reseco, envuelto en papel de fumar violeta con filtro dorado, que le habían traído a su tía un buen amigo de las Américas. Al aspirar la primera bocanada se puso a toser de inmediato, pero como María aprende rápido ahogó sus toses en sus propias y escandalosas risotadas consciente que así pasaría desapercibida su poca experiencia en el arte del fumeque.

Cuando ese hombre de pelo engominado, trajeado, de muy buena planta y con pinta de mundano se acercó a la barra para hablar con ella, María dio un respingo, pero le soltó otra risotada al igual que hacían las otras, dándole a entender que era también una mujer mundana.

Ubaldo la invitó a una copa y la llevó rápidamente hacia el reservado del fondo donde María se dejó tocar dándole a entender que de eso ella entendía un rato.

A la media hora Ubaldo pagó las copas y le dijo: venga nena vamos a mi casa y María medio mareada, salió tras él sin replicar.

Montaron en su coche, un Citroen pato negro y reluciente. María dejó caer su cuerpo en el asiento contiguo al conductor mientras su mano se deslizaba por la bragueta de Ubaldo de forma muy resuelta, ayudada por los dos whiskys que se había tragado hacía un rato, comprobando como lo que tocaba aumentaba por segundos...

Cuando llegaron al estrecho camino que une el portillo de Lavapiés con la puerta de Atocha, en un callejón oscuro Ubaldo aparcó el automóvil, cogió con fuerza los pelos de la pobre María, le empujó la cabeza hacia su polla y le dijo con una sonrisa irónica: chápamela muñeca, hazme feliz, es toda tuya, después tendrás tu recompensa…

María dio otro respingo, forcejeó con él escuchando sus improperios e insultos, puta, le decía encendido y con la mirada llena de ira, puta mas que puta, me calientas y ahora te haces la estrecha, le decía…, Abrió la portezuela del vehículo como pudo y salió despavorida como alma que lleva al diablo, se bajó de los tacones y echó a correr calle abajo, jadeando, sin descansar, hasta que medió exhausta y con el pelo pegado en su rostro por el sudor vio un taxi que venía con el cartel de libre, lo paró y le indicó con la voz entrecortada la dirección de su casa. ¿Está bien señorita?, sí, sí, dijo María balbuceante mientras contenía las lágrimas...

Tres días estuvo María sin salir de casa, tres días con sus tres noches, completamente desencajada y fuera de sí, apenas si podía comer, todo le sentaba mal a pesar de las tisanas que ella misma se preparaba tal y como le había enseñado su también difunta abuela, que dios la tenga en su gloria.

Al cuarto día, al atardecer salió hacia la iglesia, entró en ella con una especial actitud de recogimiento y espero paciente su turno de confesión. Necesitaba desahogarse, contar su pecado mortal, limpiarse por dentro con la penitencia, intentar purgar lo que había hecho y lo sucia que se sentía, por su terrible insensatez y su poca cabeza…

Padre, he cometido un pecado horrible, he violado el sexto mandamiento, dijo María con la voz entrecortada, me siento sucia padre, muy sucia, soy una pecadora, he pecado con la carne y le contó con pelos y señales…

Como vería de nerviosa a la pobre María el Padre Mario que haciéndole una seña, le indicó que pasara a la sacristía a fin de serenarla. María obedeció llorosa y apesadumbrada, sin decir ni esta boca es mía. Cuando entró allí, El Padre Mario para tranquilizarla tomó su mano suavemente y con mas suavidad aún la acercó a su erecto miembro diciéndole, tranquila María, explícamelo mejor, cuéntame como te lo hizo hija mía… Y después de un larguísimo rato, María salió muchísimo más relajada y con la ansiada absolución…

Y esta es la historia de cómo María a partir de esa tarde todos los días acudía a la sacristía para confesarle al Padre Mario su pecado de la tarde anterior, para poder sentirse siempre en gracia de Dios…

Blondie

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